Ayudemos a las abejas

Las Metrópolis como Londres y París han comenzado a colmarse de zumbidos. En Francia, la capital ya alberga unas 300 colmenas. La colmena de plástico vale 582 euros; las abejas, entre 95 y 175 euros.

Unos cuantos europeos y estadounidenses, hartos de escuchar los lúgubres pronósticos acerca de la desaparición de las abejas melíferas, han resuelto atacar el problema a su manera. ¿Cómo? Abrazando la apicultura e instalando colmenas en los balcones, jardines y azoteas de sus viviendas. De la mano de estos urbanitas concienciados, metrópolis como Londres y París han comenzado a colmarse de zumbidos.

La reducción del número de abejas se atribuye al ‘Trastorno del colapso de colonias‘, un fenómeno imputado a una variedad de causas que van desde el abuso de insecticidas hasta parásitos, pasando por el cambio climático o incluso las radiaciones de los móviles. El mal, aunque parece estar remitiendo en varias partes del mundo, ha hecho estragos en la apicultura europea y norteamericana. De ahí la conveniencia de proteger a estas criaturas cargadas de una importancia ecológica estratégica, por su papel en la polinización de plantas silvestres y cultivos comerciales.

A la cabeza de la tendencia figuran los británicos. En el último año y medio, la asociación de apicultores de ese país ha experimentado un explosivo crecimiento, pasando de 3.000 a 15.000 socios. Atenta al creciente interés social por estos asediados himenóp-teros, la firma Omlet ha lanzado al mercado una colmena de plástico llamada Beehaus. El aparato se vende a 582 euros; y las abejas se compran aparte, pudiendo costar entre 95 y 175 euros. Además de facilitar una acción en defensa de una especie en peligro, Beehaus le permite al apicultor aficionado recoger una buena cantidad de miel para su consumo (hasta 20 kilos al año, asegura el fabricante).

En Inglaterra, la práctica tiene por principales valedores a los responsables de Natural England, una organización conservacionista. “No existe razón por la cual nuestros pueblos y ciudades tengan que resultar unos desiertos de vida silvestre. La vida silvestre puede salir adelante cuando diseñamos nuestras áreas urbanas teniendo en cuenta a la naturaleza”, manifiesta Tom Tew, asesor científico de la ONG.

El amor a las abejas no se limita a las islas británicas. En Francia, la Ciudad Luz ya alberga unas 300 colmenas, algunas de ellas emplazadas en los tejados de la Opera y del distinguido Palais Garnier: el signo de que la apicultura urbana se ha vuelto chic. La Casa Blanca, con su políticamente correcto inquilino, no podía quedarse al margen; y sus jardines acogerán varias colonias. No se trata de un gesto aislado; los aficionados a la apicultura también se multiplican en Estados Unidos.

A quien se pregunte de qué vivirán estos laboriosos himenópteros en nuestras junglas de cemento, los entendidos le responderán que los jardines públicos y privados, las macetas de los balcones, el arbolado urbano, les garantizan un renovado banquete floral. Además, la urbe presenta una gran ventaja frente al medio natural: se encuentra prácticamente limpia de los pesticidas que se arrojan a mansalva en las zonas cultivadas. Por esas razones, afirman sus promotores, las abejas de ciudad producen más miel que sus congéneres del campo. Productividad al margen, la presencia de esos insectos sí promete contribuir a hacer de las ciudades unos lugares ecológicamente más amables.

Los apicultores de toda la vida no ven con malos ojos estas acciones, que juzgan simpáticas, pero creen que el destino de la apicultura se decidirá en sus lugares habituales, los montes y el campo. Puede ser; de todos modos, estimula ver cómo las noticias catastrofistas acerca de una especie, en lugar de provocar un encogimiento colectivo de hombros, generan un movimiento espontáneo de rescate. En este punto al menos, la colmena humana se está mostrando a la altura de las circunstancias.

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